Cuando, en mi consulta, recibo a una persona por primera vez, entre otras cuestiones, está la pregunta siguiente: ¿Cuáles son tus alimentos preferidos?

Y con mucha frecuencia recibo respuestas como: “Lo que no me conviene” “Lo peor” “Lo que más daño me hace” “Lo que no debiera…”

Esta es la historia de una rana que croaba plácida y despreocupada a la orilla de un río de aguas mansas.

Es la historia, a su vez, de un escorpión perdido en el lugar equivocado y agotado de intentar sin éxito cambiar el rumbo de su suerte.

Despunta hoy un nuevo amanecer húmedo y sombrío como tantos otros. El escorpión, en su desesperación, decide por fin pedir ayuda y se acerca a la vega del río en busca de la rana.

—Señora Rana —le dice pausadamente.

Ella se vuelve curiosa buscando el origen de tan considerada llamada.

—Aquí; sobre el tronco del árbol grueso; a tu derecha —puntualiza él.

Apenas posar sus ojos sobre el lugar indicado, un salto instintivo y ágil sumerge a la rana en el agua remansada del río.

Paciente, el escorpión espera que reaparezca en la superficie para suplicarle.

—Escúchame, por favor.

—¡Ni mirarte, ni escucharte! ¡Eres un escorpión! Sólo me alejaré de ti. Nada bueno puedes traerme. —Y dándole de nuevo la espalda, se sumerge y se aleja río adentro.

—Te esperaré —le grita él desde su palco— Necesito tu ayuda.

 

El escorpión permanece estático, inmóvil durante horas, mientras la rana va y viene y salta de un lado a otro evitando siempre aproximarse a él.

—Solo escúchame, por favor. Prometo mantener la distancia.

—¡Por supuesto que no te acercarás! Soy más rápida que tú y no pienso despistarme ni un segundo; tu picadura es mortal para mí.

—Dame un minuto. Sólo eso.

Eligiendo un pedestal alejado y seguro, la rana decide atenderle para terminar lo antes posible con esta situación.

—Un minuto te doy. Pero quiero verte quieto como un muerto; ni una sola de tus patas, ni tus pinzas, ni ese aguijón venenoso que tienes se moverán ni un ápice. Y luego te irás de mi territorio. Me gusta este lugar para vivir.

—Eso será fácil; en este sitio que tanto te gusta, yo estoy muerto. Ya no recuerdo cómo llegué aquí; pero este bosque no es para mí. Demasiado húmedo, demasiado sombrío, demasiada vegetación, demasiado frío… Me duele todo el cuerpo, me cuesta moverme, ya no tengo reflejos ni ganas de vivir. Si no salgo de aquí  pronto moriré. Sé que al otro lado del río, poco más allá, hay un territorio seco y pedregoso, siempre soleado; noto su presencia desde aquí cada día, cada hora y el escaso viento del sur me trae a veces su aroma. Cuando llegue allí podré recuperarme, volveré a sentirme sano y encontraré a otros como yo y seré feliz, por fin. Y… ¿sabes cuál es mi enorme desgracia? Que yo sólo no puedo cruzar el río; nosotros no sabemos nadar.

—Vaya… cómo lo siento. Es una historia triste.

—Pero… tú, rana, eres muy buena nadadora y quizá podrías hacerme el favor de llevarme sobre tu lomo a la otra orilla.

—¿Yo? ¡Ni lo sueñes! ¡No estoy loca! ¿Tú te has mirado bien? Eres un escorpión y eso que llevas ahí arriba… ¡es un aguijón que muerde e inyecta un veneno mortal! ¡Jamás!

—Eres mi última oportunidad. Te comprendo. Entiendo tu temor y tu desconfianza; ya contaba con ello. Por eso he tardado tanto en venir. Sé que mi aguijón es muy peligroso. Sin embargo,  te prometo que si me pasas al otro lado lo mantendré quietecito. Te estaré eternamente agradecido por haberme salvado la vida y mi deuda contigo será infinita; si se presenta la ocasión yo haré lo mismo por ti.

—¡Que no! Es mi última palabra.

—Por favor… Ya no tengo fuerzas ni para conseguir la comida, ni para aguijonear, ni para buscar cobijo en estas largas noches frías. Moriré pronto.

—Realmente estás en un apuro… ¡Vete y déjame en paz! —resuelve la rana.

—Por favor; te lo suplico. Eres muy ágil en el agua. Llegaremos al otro lado en solo unos minutos. No sé cómo rogártelo. Solo tú puedes… Sólo tú puedes salvarme.

—¿Por qué a mí? ¡Con lo grande que es el mundo! No quiero escuchar tus lamentos.

—Además, rana… si lo piensas ¿qué ganaría yo picándote? Nos ahogaríamos los dos. De verdad eres mi única esperanza.

—¡No puedo creer que me estés haciendo dudar! Al menos así te perderé de vista. Debo de estar loca… andando en tratos con un escorpión. Mejor no pensarlo. Y… te estarás quietecito. Tranquilo y bien quietecito hasta que lleguemos. ¿Seguro? ¿Tengo tu palabra?

—La tienes. Es evidente que te necesito fuerte y sana.

—Eso es cierto. Vamos. Baja de ahí. Te espero ya en el agua; dejaré mi lomo a la vista para que puedas subir en él; pero te advierto que al menor movimiento extraño te dejo caer.

—Claro. Me parece justo. Juro que te respetaré y te estaré siempre agradecido.

Lenta y costosamente desciende el escorpión del tronco y se aproxima al agua donde la rana le muestra su dorso flotante a modo de balsa y, con suma precaución, se encarama en él.

—No vayas a lastimar mi piel; es muy delicada. Ten cuidado.

—Lo tengo. ¿Así está bien?

—Está bien.

Fluidamente la rana enfila rumbo hacia el objetivo, compensando con suavidad la corriente del río para evitar perder la carga y deseosa de alcanzar la otra orilla y dar por finalizada su extraña misión. Entre tanto, inmóvil en tan curioso transporte, el pasajero, precavido, confiado y contento, le agradece a cada paso su generosidad. El trayecto se hace largo para ambos, ansiosos los dos por zanjar el tema; ella por deshacerse de su incómodo huésped; él por alejarse del agua amenazadora y alcanzar su salvación.

—Ya casi estamos. Eres pesado para mí; pero te has portado bien. Buscaré un lugar donde puedas bajar sin riesgo. Te dejo en lugar seco y me voy.

—Todo mi agradecimiento es para ti. Eres un ser bondadoso, señora rana.

Con esmero, la rana elige el lugar con un acceso seguro.

—Fin del trayecto. Puedes bajar.

—Eres realmente habilidosa; estoy muy impresionado.

Y el escorpión, con toda prudencia se dispone a descender de su lomo, pausadamente, para entrar en contacto con tierra firme. Y, al tiempo de posar la última de sus seis patas en lugar seguro, su poderoso aguijón asesta un certero picotazo sobre la carne desprotegida de la rana.

—¡Ay! ¿Qué ha sido eso? ¡Me has picado! Qué traidor ¿Por qué…? Ahora yo moriré.

—¡Oh! Lo siento profundamente, querida rana. Yo no quería… Yo no quería… lo juré de corazón. No sé por qué; no sé cómo ha ocurrido; pero… no lo he podido evitar. Es mi naturaleza.

Con frecuencia, circunstancias de vida traen a mi mente esta fábula que siempre me pareció absolutamente impactante.

Volviendo al comienzo, a los alimentos preferidos y “Lo que no me conviene” “Lo peor” “Lo que más daño me hace” “Lo que no debiera…”

¿Cuál es la razón para que cada día yo ponga en mi estómago un escorpión, sabiendo de antemano que lo es? Su sabor, su textura, su aspecto complaciente, la comodidad o la tendencia social, no cambian su esencia ni transforman lo perjudicial en conveniente.

En la naturaleza profunda, en la esencia, de cada producto con que nos alimentamos está lo que nos sana o lo que nos enferma.

La salud, tan menospreciada cuando se posee y tan añorada cuando se ha perdido, supone una prioridad de la que cada cual es responsable al 100%.

Yo elijo con qué y con quien comparto mi existencia.

En la alimentación y en la vida, los escorpiones cuanto más lejos, mejor.

Fdo.: Dra. Paz Bañuelos Irusta