Hace ya más de un siglo que el microbiólogo ucraniano Iliá Métchnikov recibiera el Nobel por sus trabajos respecto a los efectos beneficiosos de ciertas bacterias en nuestra salud y longevidad.

Tras él, innumerables investigaciones han seguido esta dirección descubriendo una realidad absolutamente interesante y reveladora.

Hoy sabemos que no solo compartimos nuestro cuerpo con billones de microorganismos instalados en él, sino que su equilibrio y el nuestro están irreversiblemente ligados. Billones de bacterias y virus y millones de hongos y ácaros cohabitan en nuestra piel y cabello y en nuestras mucosas.

A lo largo de la historia hemos ido estableciendo relaciones de conveniencia entre especies, estableciendo acuerdos de protección y cuidado mutuo y convivimos en régimen de simbiosis mutualista e interdependencia.

El total de estos billones de microorganismos simbióticos constituye la Microbiota.

 Como necesitamos de ella para mantenernos vivos, habremos de buscar el modo de preservarla en el mejor estado, no por su bien, sino por el nuestro.

La Microbiota se distribuye ampliamente por todas aquellas estructuras corporales que están en contacto con el exterior:  la piel y las mucosas de la boca, la cavidad nasal, faringe, laringe, bronquios, esófago, estómago, intestinos, vías urinarias y genitales, conjuntiva ocular y conducto externo del oído.

En cada emplazamiento su composición varía con la presencia de diferentes especies: lactobacillus, bifidobacterium, clostridium, helicobacter, enterobacteriaceae, staphylococcus, corynebacterium,… La proporción entre ellas determina que la interacción con su anfitrión, que somos tú y yo, sea saludable.

Aunque la inmensa mayoría de los microorganismos que albergamos nos benefician y su bienestar promueve el nuestro, entre ellos habitan también cepas potencialmente agresivas o patógenas. Todo irá bien si su número es escaso y controlado; incluso colaborarán en la degradación de proteínas; pero si se multiplican más allá de lo adecuado generarán un exceso de amoniaco y otros tóxicos responsables de inflamación y bloqueos metabólicos.

La alteración dará lugar a gastritis, úlceras o cáncer de estómago por exceso de helicobacter pilory, infecciones intestinales, vaginales, vesicales o bucales debidas a la proliferación de hongos como las cándidas o al cáncer de cuello de útero por virus del papiloma humano.

Si la microbiota se altera, en cantidad o composición, tendremos una Disbiosis.

En piel, la disbiosis lleva a irritación, eczema, infecciones bacterianas o por hongos, acné… incluso el mal olor corporal depende de ella.

En la boca, la microbiota sana protege contra la caries, la gingivitis, la acumulación de sarro, la pulpitis y todo tipo de infecciones periodontales, piorrea, las aftas o el mal aliento.

A nivel otorrino-laringológico, ocular y respiratorio, evita infecciones y reacciones alérgicas manteniendo las mucosas íntegras. También aquí las bacterias protectoras impiden el crecimiento de patógenos y ejerce funciones de barrera ante tóxicos, de adaptación a los cambios ambientales y modulación de la respuesta inmune frente a polen, ácaros, bacterias, virus, hongos…

Igualmente, en vejiga y uretra hace las veces de muro de contención frente a agentes externos. Su desajuste deriva frecuentemente en cistitis y pone en riesgo la salud renal.

En el aparato genital femenino, la integridad de la flora autóctona asegura el pH ácido que evitará la colonización gérmenes externos, infecciones, procesos degenerativos, una vida sexual satisfactoria y permite y protege la capacidad reproductora. La disbiosis puede ser causa de infertilidad.

Nos introducimos ahora en las profundidades del aparato digestivo; un largo túnel de pasadizos estrechos aquí y dilatados allá, lineal a nivel del esófago y tortuoso al entrar en intestino, tapizado todo él por una capa mucosa que hace las veces de una piel interna con funciones muy especializadas. Constituye el mayor enclave de microflora simbiótica.

El esófago recibe los alimentos y los vierte en el estómago. La mucosa y microbiota tienen que asegurar la secreción adecuada de ácido clorhídrico, una potente barrera química frente a gérmenes que pudieran llegar en los alimentos. Al tiempo han de proteger la pared gastro-esofágica de esa intensa acidez. En situación tan extrema, cualquier fallo en la integridad de la flora dará lugar a síntomas como acidez, digestión pesada, reflujo, dolor, eructos… a esofagitis o gastritis con riesgo de proliferación de patógenos como el helicobacter pilory que pueden complicar la situación.

Llegados al intestino delgado, la flora/microbiota es la guardiana de los principales procesos de absorción de nutrientes. Las células de la pared intestinal forman una muralla defensiva cuya integridad depende de la microbiota. Si esta falla, la sangre y todas las estructuras y órganos se verán alterados (hígado, articulaciones, corazón, piel, ojos, cerebro, músculos…).

En disbiosis, el crecimiento exagerado de algunos hongos, virus o bacterias desencadena cambios fatales. Es como abrir boquetes en una muralla. Tendremos un intestino agujereado, perforado o permeable que habrá perdido sus funciones.

A partir de aquí queda abierto el paso para alimentos mal digeridos, toxinas, contaminantes alimentarios, gérmenes…  Las consecuencias: alergias, atopias, intolerancias alimentarias, enfermedad inflamatoria intestinal, diabetes, hígado graso, descontrol del apetito, obesidad, síndrome metabólico, inflamación de otros tejidos, deficiencia inmunitaria, enfermedades autoinmunes y degenerativas o proliferación de células cancerosas.

El intestino grueso o colon cuenta con la mayor concentración de bacterias, encargadas, aquí, de completar la digestión de proteínas y degradar los glúcidos más complejos, fibra y celulosa, obteniendo de ellos nutrientes y produciendo vitaminas B, vitamina K y ácidos grasos de cadena corta de efecto protector.

La disbiosis producirá tóxicos como el metano, lesionando la mucosa y las células, bloqueando el músculo liso de la pared intestinal y alterando el peristaltismo.

Es preludio de colon irritable y colitis inflamatorias, poliposis y cáncer de colon o mama, hipovitaminosis, patología cardiovascular o inmune, alteraciones del sueño, del estado de ánimo y de las habilidades mentales y un sinfín de patologías.

La microbiota está en contacto directo con el tejido linfático asociado a las mucosas y estimula la actividad inmunológica de linfocitos y macrófagos protegiéndonos de la enfermedad.

Implicada también en la producción de neurotransmisores imprescindibles para la conexión entre las células nerviosas, la disbiosis alimenta la depresión, la irritabilidad y la dificultad para afrontar la vida con entereza y positividad.

Reconcíliate con tu Microbiota; ella preservará tu SALUD.

 

Fdo.: Paz Bañuelos Irusta