Tras el bullicioso renacer de los tiernos brotes verdes primaverales, una vez más, la energía estival exuberante se despliega en un concurrido baile de tallos, hojas, flores y frutos.

Se presenta reafirmada en su vocación de crecimiento, briosa y potente, mostrando sin pudor toda la abundancia y la fertilidad de la tierra en plenitud.

La vida pletórica y frondosa se expone insolente bajo un sol entregado que la observa, la admira y la nutre regalándole, al cambio, días esplendorosamente largos que calientan y colman sus entrañas y su piel.

El culmen de la vida.

Un derroche de expresión que, cómo no, afecta a la energía de todo ser expuesto a ella, de todo habitante terrestre en estas nuestras latitudes dotadas de ciclos estacionales.

En todas y cada una de las criaturas, esta energía poderosa de ascensión, de crecimiento hacia afuera, toma el mando.

Tanta exuberancia requiere de compensaciones que aporten equilibrio modulando su tendencia extrema.

¿Y… por qué esta necesidad de contención?

La vida es el resultado de la cooperación constante de fuerzas opuestas y complementarias que actúan al unísono para crear armonía y salud. Esta es una ley fundamental y universal de la existencia; ignorarla lleva al desequilibrio y, desde él, a la enfermedad que en última instancia imposibilita la vida.

Este principio universal, en el organismo, se manifiesta en los procesos de contracción y dilatación de todos los músculos, del corazón y los vasos, en la inspiración y espiración, en la formación y reabsorción ósea, en la asimilación y eliminación digestiva y celular, en la interrelación del sistema nervioso simpático y parasimpático, en los mecanismos de control/producción hormonal, etc.

En cada una de estas funciones vitales intervienen siempre dos energías de signo divergente, que, sin embargo, conviven en continuo contacto, que se necesitan mutuamente para cumplir un cometido común; dos energías opuestas y complementarias responsables en igual medida del resultado final.

Es en base a este fundamento esencial que el sol produce la sombra y el día da entrada a la noche, que las mareas se suceden y las estaciones se relevan en un flujo de luz-oscuridad, frío-calor, plenitud-vacío, sequedad-humedad…

En pos de esa interacción colaborativa, al llegar el calor y las altas presiones, aligeramos nuestra vestimenta (sandalias, tejidos livianos, mangas cortas…) tomamos baños de mar o de río, buscamos el cobijo de la sombra y el aire fresco de la brisa, de los ventiladores o del modesto abanico.

El propio verano, la propia naturaleza, desarrolla los remedios más eficaces para prevenir desajustes y conservar su equilibrio.

Esa energía-calor se auto-regula generando una vegetación profusa y refrescante que retiene la humedad y protege la vida.

Por ello, las huertas lucen variedad de colores. Gama infinita de verdes en hojas de todos los tamaños y formas, desde las amplias plantas de calabaza hasta la delicada rúcula, las pequeñas hojas del rabanito o la diversidad de lechugas. Exhiben las espectaculares flores amarillas del calabacín, calabaza, pepino y las discretas florecillas de las judías o vainas que arrolladas sobre hileras de varas trepan ligeras hacia la luz. El púrpura intenso de la remolacha, el blanco de los bulbos de cebolletas y puerros, el naranja de las zanahorias emergiendo de la tierra bajo sus ramas frescas y erguidas.

Luego llegarán los frutos verdes, rojos, blancos, amarillos o entreverados de matas y plantas rastreras, así como la espectacularidad de los frutales cargados de sus piezas ya maduras exultantes de color.

Durante el verano han de reinar las verduras y hortalizas en nuestros menús cotidianos. Ellas nos transfieren su frescura, flexibilidad, liviandad, vitalidad, hidratación, riqueza mineral. El organismo necesita esta energía ligera y limpia que, como ninguna otra, compensa la densidad estival.

Más que ningún otro, este es tiempo de los vegetales. Deliciosas verduras de temporada que serviremos con profusión, frescas y crudas o poco cocinadas, en hervidos ligeros o escaldados.

Conviene un aporte variado, entremezclando o alternando tipos diferentes en cada ingesta del día.

Las hojas de remolacha o de rábano o zanahoria, la rúcula, canónigo, lechugas, achicoria, acelga. Los bulbos y tallos de cebolleta, puerro, borraja… Las verduras de raíz como la zanahoria, rabanitos o remolacha no sólo aportarán color a los platos, sino también sabor intenso, textura crujiente y variedad de minerales, vitaminas y fitoquímicos; evitar cocinarlas en exceso. Los pepinos crudos o encurtidos, incluso en cocciones cortas o en cremas frías resultarán muy refrescantes si el calor aprieta.

La vida social, alentada por el buen tiempo y los días largos, las comidas y las cenas al aire libre derivan con frecuencia en uso y abuso de barbacoas y preparados a la brasa.

Esta forma de cocción no está en absoluto indicada en estaciones o climas calurosos. Las altísimas temperaturas que aporta el combustible incandescente o la llama deterioran las propiedades de los alimentos; aportan toxicidad, sequedad y contracción que lejos de compensar la energía estival, caliente y seca, la hacen más extrema, repercutiendo negativamente en la salud de los comensales que habrán sobrecargado en exceso corazón, hígado, riñones, poniendo en riesgo su integridad.

Si no se quiere renunciar a este formato culinario, tan poco adecuado para el verano, es preferible asar verduras en lugar de carnes. Calabacín, hinojo, cebolleta, remolacha, tomate o pimiento, aportarán un buen resultado.

Sin duda, ganaremos salud alimentando la reunión con ensaladas variadas y cocciones livianas, escaldados, hervidos ligeros, salteados cortos y suaves

La col u otras verduras fermentadas naturalmente (libres de azúcar, vinagre o conservantes químicos) constituyen un condimento perfecto para un uso frecuente. También las hierbas frescas como la albahaca o la menta, el cebollino o el apreciado perejil proponen un toque adecuado de sabor y de frescor.

Como colofón de una presentación cuidada, resulta divertido recurrir de vez en cuando a las flores comestibles.

Añadirán una nota especial de encanto, colorido y vistosidad a los platos.

Los tonos anaranjados de la capuchina, la aromática y colorida caléndula, la flor del calabacín con su ligero sabor dulce, los pétalos sutiles del jazmín, el punto picante y carnoso de la flor violeta del cebollino, la perfumada y luminosa flor de azahar… darán a nuestras recetas un matiz festivo, distinguido e inequívocamente veraniego.

Fdo.: Dra. Paz Bañuelos Irusta